“Arrietty y el mundo de los diminutos” cuenta la historia de una familia de pequeños seres, de apenas 10 cm, que viven en una casita oculta bajo las tablas del suelo de una mansión campestre. Estos diminutos seres tienen la norma de no dejarse ver nunca por los humanos; sin embargo, su tranquila existencia cambia cuando la joven Arrietty, una audaz adolescente, es vista accidentalmente por un niño que se acaba de establecer en la casa debido a su delicada salud. Entre ambos surgirá una fuerte amistad, pero a la vez la existencia de estos seres se verá peligrosamente amenazada.
El Studio Ghibli hace ya unos años que se encuentra en un periodo de transición, un periodo en el que la tradición y los veteranos maestros deben dejar su lugar a los más jóvenes del estudio que también luchan por hacerse un hueco en el competido mundo de la animación (y más de la japonesa). Sin embargo no parece que este periodo termine de pasar, que surja una gran figura de un realizador joven que haga olvidar los primeros años del estudio, las primeras gran obras que nos han legado los maestros Isao Takahata y Hayao Miyazaki.
Y es que la sombra de estos dos directores es tremendamente larga, más aún cuando hablamos de este tipo de cine. Tienen un estilo tan característico, que han dejado impreso en el estudio que fundaron a mediados de los 80, que cualquier director que venga tras ellos debe tomarlo como referencia. Esto mismo es lo que le ocurre a Hiromasa Yonebayashi en la última penúltima película de Ghibli (recordemos que en Japón se estrenó el pasado mes de julio “Kokuriko-Zaka Kara”, de Goro Miyazaki, la última cinta del estudio), “Kari-gurashi no Arietti (Arrietty y el mundo de los diminutos)”, que por temas de distribución llega a España más de un año después de su estreno en el país nipón ¿algun dia la veremos en los cines de Perú?.
Desde el primer minuto podemos extraer las intenciones del director, o más bien las del guionista. Miyazaki ha firmado el libreto de la historia basada en el cuento clásico de Mary Norton y lo comienza tal y como le gusta a él: con un traslado, con el protagonista llegando a su nuevo lugar de residencia, con todos los cambios y novedades que eso implica en su vida. Este inicio lo hemos podido ver en numerosos largometrajes de Miyazaki, desde “Mi vecino Totoro” hasta “El viaje de Chihiro”. A esta última hay referencias directas en el maravilloso inicio, sin duda lo mejor de la película, con los sinuosos caminos llenos de vegetación y el coche atravesando la maleza.
Pero si el principio está inspirado en esa película, todo el resto del metraje le debe mucho a “Mi vecino Totoro”. El hecho de que la casa se encuentre aislada del mundo, rodeada de naturaleza, la presencia de un personaje enfermo que condiciona los sentimientos de los que le rodean, el simple hecho de que dentro de la normalidad y cotidianidad del conjunto también aparezcan seres mágicos y fantásticos o la completa ausencia de un antagonista puro es lo que une ambas películas, de una manera más que evidente.
Sin embargo “Arrietty y el mundo de los diminutos” no esconde esa inocencia tan pura que caracteriza la famosa obra de Miyazaki. Esta vez se dan temas más adultos, más duros, especialmente con la soledad y marginación obligada que tiene que vivir el protagonista debido a sus problemas de corazón. Por eso no es de extrañar que, cuando descubre esos seres fantásticos que conviven con él (especialmente a Arrietty), se cree una empatía automática entre ellos: por un lado porque él no puede tener amigos porque no puede y ella porque no debe. Estos dos tipos de imposiciones en cuanto a las amistades que pueden o no pueden tener es una constante de la cinta, que se rompe cuando ambos se conocen, y que marca la trama principal.
Esta historia, que por unos momentos está tan bien narrada, en otros decae de manera bastante importante. Y es que Yonebayashi, aunque tenga gran experiencia en la animación por la larga trayectoria con la que cuenta a sus espaldas, flaquea en saber narrar la historia de una manera mucho más fluida, sin tantos altibajos. Las comparaciones son odiosas pero aún le queda bastante para encontrarse a la altura de los dos maestros del estudio.
Sin duda, el mayor punto de interés de la película, su mayor atractivo, es la enorme calidad técnica de la animación. Ghibli nos vuelve a dejar con la boca abierta, con unos planos de una belleza estremecedora, que recuerda a los mejores paisajes de Kazuo Oga, y sobre todo si recordamos que todo ello está realizado en el más estricto sistema de animación tradicional, es decir, a mano. No parece que el estudio quiera alejarse de una técnica tan preciosista, pero también sin ser ajena a las nuevas tecnologías, puesto que ya desde “La princesa Mononoke” encontramos el uso, muy puntual, del ordenador para algunas de las escenas más difíciles. Aquí no es menos, y sólo se utiliza en favor del aspecto visual de la cinta, que no deja indiferente a nadie y nos vuelve a regalar unos planos que se podrían extraer de la cinta y exponer enmarcados.
Pero Ghibli, y las nuevas generaciones que tienen que surgir, no pueden vivir siempre del pasado. Esta vez Yonebayashi ha realizado un trabajo demasiado anclada en la tradición del estudio, sin arriesgarse en ir más allá. Es verdad que aporta algo más, pero también es verdad que Miyazaki se encontraba trabajando codo con codo con él, por lo que quizá sea este el motivo de que no haya podido desarrollar una identidad propia. Igualmente Ghibli nos deja con otra preciosa película donde el amor, la amistad y el cuidado de la naturaleza vuelven a ser los temas recurrentes.